En el sur de Etiopía encontramos un grupo de gente llamada los Konso, tienen una existencia tranquila, y aún viven relativamente aislados de la influencia del mundo occidental. A parte del interés antropológico que pueda suscitar su modus vivendi o creencias religiosas (normalmente son mencionados para hablar de sus esculturas waga), lo que a mi me llamó la atención al ver un documental sobre ellos fue algo de lo que he encontrado muy poca información en internet, lo cual es raro. Se trata del “árbol de las generaciones”, un poste de madera que se encuentra en la plaza de la aldea, y que puede llegar a rozar alturas asombrosas.
Cada 18 años se aumenta en una sección la aguja de madera, siendo su altitud un testigo inequívoco de la antigüedad de estos ancestrales poblados. Es una forma curiosa de medir la vida de un asentamiento humano, como más alto es el palo más antigua es la fundación del sitio. Algunos etnólogos tendrán opiniones ciertamente froidianas sobre su significado, aún más tratándose de una sociedad patriarcal donde los hombres desarrollan una competencia constante entre ellos, pero no creo que vayan por ahí los tiros. El “árbol de las generaciones” nos habla del pasado, del trabajo de nuestros abuelos, cuenta a las gentes del poblado de donde vienen, y despierta en ellos el sentimiento de pertenecer a algo sólido, antiguo y profundo.
Además de construir estas “torres de babel” africanas, los Konso tienen otra costumbre que despertó mi interés. No miden la edad de una persona por años, ciclos lunares, ni cualquier otra forma periódica que permita un incremento constante del tiempo. Para ellos, la edad de una persona viene determinada por el tamaño de la piedra que es capaz de levantar y echar por su espalda. Tienen varias de estas piedras, redondeadas y de un gris claro, con diferentes nombres y tamaños “homologados” que deciden cuando un niño pasa a hombre, y un viejo, vuelve a niño. Encuentro que es una forma de clasificación de la edad muy sugerente, que contempla la regresión de la vida, pero quizás, si dentro de la sociedad occidental nuestra edad se midiera por nuestras capacidades, algunos de nosotros nunca dejaríamos de ser niños. De esta manera bien puede ser que tu vecino, que, pongamos por el caso, nació al mismo tiempo que tú, le sea permitido casarse mucho antes o mucho después que a ti. Esta situación, ciertamente incómoda, debe empujar a los jovencitos a dejarse la piel con tal de levantar la piedra de la edad adulta. Yo lo haría. Pero claro está, cada uno podrá levantar lo que su evolución y situación le permitan en cada momento en concreto.
Como en tantos otros aspectos de la existencia, lo que te impulsa a intentar alzar una piedra que te supera, es un molesto agravio comparativo.
Vale, uno va por la vida como puede, levantando las piedras que no le cuestan en exceso, pero al final siempre hay quien levante un códulo de mayor envergadura, y en consecuencia, se case antes. No hay que tener prisa, -te dices- cada uno tenemos nuestro momento en el camino. Es igual que al joven impaciente y flacucho que intenta desesperadamente arrancar la maldita roca de la fuerza de la gravedad le diríamos: “- No te preocupes, todo llegará.”. Y sí que es cierto la mayor parte de las veces, sin embargo, ese empujoncito que puede darnos la envidia sana no debe despreciarse.
Todo esto viene a que últimamente no he tenido tiempo de escribir, ni centrarme en esa larga larga lista de cosas que tengo que hacer y me mira imperiosamente por las noches. Me excuso diciendo “el trabajo no me deja tiempo”, o culpando a otras palabras impopulares que no se pueden defender.
Tampoco será para tanto -pienso-, si bien puedes admirar a aquellos ciclópeos atlas que sustentan el mundo, también debes ver que hay quien ha tenido un peor día en el trabajo.