En las tierras pirenaicas de Massat, en Ariège, Francia, siguiendo una ruta llamada de “Ker” existe un pequeño altar de piedra, misterioso, que cobija una estatuilla de madera de fábrica tosca, angulosa, y ciertamente cabezona. El estilo de la talla es antiguo, recordándonos las representaciones románicas catalanas, con su bizantinismo y simplicidad propia de aquellos primeros años de la cristiandad sud-europea.
Encima la guarida del ídolo una fecha parece conmemorar alguna hazaña o prodigio: 1769. Mil setecientos sesenta y nueve -repito- ¿Qué debería haber pasado por esos derroteros? Ninguna señal daba pista alguna.
Al volver a Barcelona investigué un poco sobre el tema, y descubrí que en 1769 había nevado copiosamente en la zona. Todo quedó cubierto por un espeso manto blanco de nieve, todo, menos una franja de tierra en medio de la montaña. Sin que hubiera explicación plausible los lugareños excavaron en lugar. A los pocos metros encontraron un sarcófago que contenía el cadáver, en excelente estado de conservación, de un hombre viejo y de aspecto descuidado. Sus manos se cerraban fuertemente a un crucifijo de plata
Algunos habitantes de la zona especularon que quizás se trataba de un ermitaño del siglo XIV llamado Jouanillou que solía ir a la montaña a rezar y a encontrarse con Dios. Sea como fuere, era indudablemente un milagro, y se erigió el oratorio para conmemorar el hecho.
Subiendo unos pocos metros desde el monumento llegamos a la cumbre del monte, allí se levantó una gran cruz visible desde la lejanía a mucha distancia, puede que como marca de que en esa montaña reposaba un espacio sagrado.
Saint Branda, sigue siendo un pequeño gran misterio.