A menudo, cuando garabateo libros que terminarán agonizando en un cajón o cuentos refritos, suelo tener una idea bastante definida en mi mente de cómo deben acaecer los acontecimientos. Sé cómo empezar y normalmente tengo claro cómo terminar. La lección del maestro escultor reza: “La forma ya está dentro del tronco, la madera alberga todo aquello que puedas llegar a imaginar. Ahora, solo tienes que quitar lo que sobra”. De manera símil, una vez el relato ha sonado en la fantasía con su son distante y amortiguado, solo queda transcribir la melodía, con las notas específicas, para que otros puedan oír la misma música.
Es una fórmula producto de una necesidad de control obsesiva un poco irónica. Supongo que eso mismo debería pensar ese psicólogo argentino, condescendiente y fanfarrón, que en mi niñez durante un tiempo chupó el dinero a mis padres. Sea cual sea la razón, es mi método, y temo que si en un futuro experimento nuevas técnicas literarias y dejo que los personajes campen a sus anchas con total libertad, terminaran todos tomando una caña en un bar sin mí.
Alguno pensará que si al escribir un relato ya dispones de la idea y los acontecimientos, ya tienes la mayor parte del camino hecho. Pero nada más alejado de la realidad, porque cada vez me doy más cuenta que la belleza está en los detalles. Los grandes temas, las grandes ideas, en el fondo, están huecas, no son más que generalidades. Es en las pequeñas cosas, en los matices, en las contradicciones, que las palabras pueden transfigurarse en sentimientos, y que los sonidos encadenados adquieran algún sentido.
Los recuerdos, sobreexpuestos detritus del alma, están formados de olores, de objetos secundarios y de gestos escondidos. Escribir debería ser como recordar, evocando lo imaginado, fijándose en las pequeñas cosas que dan un significado a tanta vanidad, y tanto humo. Por suerte, aún quedan poetas. Aún queda un haz de esperanza, y tanto, tanto por aprender…
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