Un icono de tantos que podemos rescatar de la fructífera década de los ochenta es el aclamado libro de Umberto Eco «El nombre de la rosa». Aunque su éxito, y su empeño en persistir en la memoria, pueda deberse con toda probabilidad a su adaptación cinematográfica con Sean Connery y un jovencísimo Christian Slater, no hay que subestimar el mérito del relato escrito en sí: mucho más místico, laberíntico y metafísico que la detectivesca adaptación para la gran pantalla que hicieron después. Hay quien dice ver al gran Borges en el malvado y ciego Jorge de Burgos, otros alaban la perspicacia Sherlockholmesiana de Guillermo de Baskerville, pero todos recordaremos a un desgarbado Salvatore (interpretado magistralmente por Ron Perlman) gritando «¡Penitenciagite! ¡Penitenciagite!»[1] ante temores milenaristas[2].
Y es que el modelo cultural de la modernidad es policéfalo, y no puede disociarse un libro de su película o de su videojuego, como no puede desligarse una obra artística de su contexto, o a una persona de la sociedad que la abriga.
De «El nombre de la rosa», no iba a ser menos, también tuvimos una magnífica marea creativa producto de su popularidad. Una de sus olas fue el videojuego «La abadía del crimen»[3], una maravilla isométrica de cuando los amstrads y los spectrums todavía dominaban la faz de la tierra. ¡Cuánto ha llovido desde esos tiempos prehistóricos! Tiempos en que todavía podías perderte por el bosque sin que el signo de la bestia (608…) te reclamara acuciante con la melodía de nokia. Los videojuegos antiguos, por su sencillez, son conceptualmente más puros, más abstractos: o puede que los años me hagan mirarlos con cariño, como se mira todo lo viejo y gastado.
Sin duda «El nombre de la rosa» fue un libro importante en su época, y todavía hoy mantiene una posición destacada en el estante de novela histórica de mi biblioteca. Los convulsos y oscuros años del Medievo —oscuros y convulsos según la historiografía popular, revolucionarios y prolíficos dirán otros—, albergan el hervidero iniciático y gnóstico que despertaron las herejías albigenses, con la iglesia luchando por definirse ante los retos sobre la doctrina que terminarán desembocando en el luteranismo, y extra-religiosamente hablando, en el humanismo. Este ambiente convulso ideológicamente es el que nos presenta la novela, mezclándolo con una trama puramente detectivesca, que es en la que hace hincapié la película. En definitiva es una historia original: la aparición de la segunda parte de la «Poética» de Aristóteles o el recurso criminal del libro envenenado, todo ello con el clima apocalíptico que periódicamente anuncia el fin de los días.
Cuál fue mi sorpresa al descubrir que, uno de los puntos más sugerentes de la historia, el aspecto del libro con veneno en sus páginas, era una aportación inconsciente a la testa de Umberto de «Las mil y una noches», según confiesa el mismo autor (he podido averiguar a posteriori). Adquirí hace poco un ejemplar de «Las mil y una noches» editado por René R. Khawam, y en él contemplé la acuciante misoginia que exudan sus páginas así como una recurrente propensión a la poesía arábiga, pero también hallé en su página número 100 la historia del médico Dubán:
Dubán el sabio era un médico providente de tierras romanas, que sanó a un rey de la lepra sin tan solo tocarlo. Dubán mandó al rey que jugara con una pala untada con ungüento en el hipódromo para que así, al sudar, la medicina penetrara en su cuerpo. Que después tomara un baño y se acostara. Al día siguiente milagrosamente el rey ya estaba curado. Pero por la pérfida influencia del visir, el rey se asustó ante tal poder: Si Dubán lo había salvado sin siquiera tocarle, con tanta facilidad, también podía matarle cuando quisiera. Por eso el rey decidió ejecutar al médico, y este, al ser informado, preparó su venganza ante tan ingrato pago.
El día de la ejecución Dubán trajo unos polvos y un libro con él, y le dijo al rey que una vez decapitado leyera unos versos del libro, y que entonces su cabeza cortada volvería a la vida y le respondería a cualquier pregunta que le formulara.
Fascinado ante la promesa de tal prodigio, el rey aceptó. Le cortaron la cabeza al médico, se posó en los polvos, y como había dicho resucitó. Después el rey abrió el libro. Las páginas estaban en blanco y algo pegadas entre ellas, así que tuvo que chuparse las yemas de los dedos repetidas veces para separar las hojas y buscar los versos. Pero ahí no estaban. Sin embargo, las páginas del libro contenían un veneno, y el rey murió, a la vez que la cabeza animada del médico también moría.
Ciertamente es una historia curiosa. La evidente conexión entre el relato de Dubán el sabio y el libro de «El nombre de la rosa» nos denota una característica del hecho cultural que a menudo olvidamos: toda creación es recreación. Deglutimos debidamente nuestras influencias y estímulos, y de ello emana cualquier originalidad, que a fin de cuentas es reciclaje. Mil ríos nutren nuestro arroyo, y en las noches de siroco, entre rosas, verbos y laberintos, tejemos una bufanda a juego con los jerséis hechos por tantas y tantas otras personas. Estamos confeccionando entre todos, quizás, el genoma de una nueva forma de vida. Un ente etéreo transcultural.
Notas:
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- ^ Descargar el videojuego «La abadía del crimen» en abadiadelcrimen.com
Fuentes y referencias:
- Imágenes de «Las mil y una noches» de Edmud Dulac