Desde las lejanas tierras de Irlanda, a través del cuenta cuentos (seanchaí en Irlandés) Éamon a Búrc, nos llega la historia del «Doctor Lee & Little Aran», un relato que se adentra en los mitos marinos y los dones que en contadas ocasiones los seres faéricos conceden a los mortales. El mar de un oscuro impenetrable que se sacude violentamente, destructora guarida de demonios marinos (vestigios de los Fomoré que vinieron de más allá del ignoto océano), es también para el imaginario mítico irlandés, un fructuoso lugar que alimenta al hombre y donde residen deidades bienhechoras. Hay pues una dualidad caprichosa en el mar, que inspira respeto y temor en los humildes pescadores que involuntariamente terminan siendo protagonistas de las leyendas marinas. Este cuento es asimismo un recuerdo de un modo de vida ya perdido[1], de las tradiciones y costumbres de una sociedad tremendamente simbólica, donde lo mágico y lo mundano formaban parte de lo cotidiano. Escuchemos entonces esta historia, heredera de mitos más antiguos que cíclicamente se reformulan en leyendas, y así quizás entendamos un poco mejor la rica mitografía irlandesa que más allá del «Lebor Gabála Érenn» (el libro de las invasiones), perdura aún viva gracias a la tradición oral .
«Hace mucho, mucho tiempo, en el pueblo de Letterdeskert vivía un hombre sencillo llamado Lee, que solía echarse a la mar con su bote desde el puerto de Cornarone. Lee era el único hijo varón que habían tenido sus padres, ya viejos, y mientras él surcaba las aguas, sus hermanas le ayudaban en los quehaceres diarios de la granja familiar. Y así vivían Lee y sus hermanas, humildemente, subsistiendo a través del esfuerzo de todos pero sin penurias.
Un día, mientras Lee iba hacia Galway con su barca, de repente el bote se detuvo con un golpe brusco y se levantó de un lado, como si hubiera varado. De un salto se levantó y se asomó a la parte alzada de la embarcación para inspeccionar lo ocurrido. Ahí, en medio del mar, un montículo de tierra emergía de las aguas y en su cúspide crecía un frondoso y purpúreo brezo. Lee nunca había visto ni esa planta en medio del mar, ni conocía la existencia de una montaña submarina ahí. Sin darle más vueltas, apartó la barca del curioso montículo con ayuda de una larga cruz[2] de madera que guardaba para las algas, y la nave volvió a deslizarse libre normalmente, recobrando el suave vaivén del navegar.
Al rato, mientras cruzaba el mar de Arán, súbitamente de la calma surgió una ola de grandes dimensiones. Sorprendido, por reflejo, Lee lo primero que hizo es lanzar una brizna de hierba con la que estaba jugando contra la ola, para acto seguido sujetar fuertemente el timón. Pero la columna de agua desapareció tan rápido como se había levantado, y el mar restó en calma. Extrañado Lee continuó su camino, cuando otra gran ola se levantó a un lado. Porque no perdía nada al intentarlo, de las briznas de hierba que había arrastrado con las botas al embarcar y descansaban en el suelo, recogió una y la tiró con fuerza contra la ola. Otra vez, esta desapareció.
Empezando a temer por aquello que no comprendía, sintiéndose inmerso en un juego sobrenatural, una tercera ola se alzó en frente de la barca. No dudó y le lanzó una brizna de hierba, y mágicamente, la mole de agua volvió a desvanecerse. Pasaron los minutos y el mar seguía en calma, y Lee pensó que quizás se hubiera librado de aquella broma de los dioses, pero entonces vio como el agua retrocedía y enfrente suyo se formaba una ola colosal, monstruosamente enorme. El gorgoteo ensordecedor del agua salada creciendo hacia el cielo llenó de pánico a Lee. Era de tales dimensiones la ola, que ninguna embarcación hubiera podido sobrevivir a ella, y Lee lo sabía. Entonces se sacó un cuchillo del bolsillo, y sin pensárselo dos veces, en un acto desesperado, lo tiró con todas sus fuerzas contra la muralla líquida. El agua se desplomó en millones de partículas, engullendo el arma arrojadiza y desapareciendo por completo. Quedó una fina lluvia en suspenso en el aire unos segundos, que mojó las mejillas enrojecidas de Lee, y a continuación la tranquilidad del oleaje y el suave silbido del viento restaron como si no hubiera ocurrido nada.
Ningún otro peligro hostigó a Lee hasta su llegada al puerto de Galway, donde descargó y volvió a su casa lo más rápido posible. Al principio estupefacto, después alegre por haber salido airoso del encuentro con los genios marinos, Lee contó a sus padres, hermanas y amigos la espectacular historia repetidamente. Todos le decían la suerte que había tenido, y en las tabernas le instaban a que contara el relato siempre que él estaba presente.
Conocido ahora por todo el mundo por su peripecia, Lee albergaba en su corazón el temor de que la situación se repitiese, y no cogía ya nunca su barca. Un día, tiempo después, como tenía varias cabezas de ganado que cuidar, decidió ir al monte a cortar brezo para hacerles una cama nueva a sus reses. Trabajó duro toda la mañana recolectando y apilando los matojos, y una vez terminó, extenuado y presa de un sueño súbito, se echó encima de la pila vegetal y quedó dormido rápidamente. Al despertar, cuál fue su sorpresa y desconcierto al descubrir que ya no estaba en el monte, sino que reposaba echado dentro de una casa, junto al fuego del hogar, con un anciano que le miraba fijamente desde una cómoda butaca.
“¡Dios lo que has dormido!” – Exclamó el anciano, mientras Lee se preguntaba que hacía ahí y dónde demonios estaba. Para aclarar sus ideas y poder analizar la situación más relajado, Lee se sacó la pipa que solía llevar en el bolsillo. Cuando iba a encenderla con el pedernal, de repente el anciano lo detuvo, y le instó a que utilizara una brasa del fuego. No queriendo contrariar al desconocido, le hizo caso, y tras encender el tabaco, sorbió el espeso humo y lo expulsó en un largo suspiro. “Todo tiene una razón, y que tú estés aquí también la tiene.” –dijo finalmente el anciano– “¿Puedo pedirte un favor?”
“Por supuesto.” – accedió Lee, aún aturdido.
El anciano se levantó e hizo que Lee le siguiera hasta la habitación contigua. Ahí, encima de una cama, una muchacha de belleza divina yacía con un cuchillo clavado en el pecho derecho. Automáticamente Lee reconoció su cuchillo, y entendió que se encontraba en el mundo de los seres etéreos y que aquella preciosa dama, era el ser sobrenatural que halló en el mar de Arán tiempo atrás. Lee se acercó cautivado por su hermoso rostro, y con una gran pena en el alma por lo que había hecho, sacó el cuchillo del cuerpo inerte. La piel cetrina de la chica se sonrosó paulatinamente, abrió los ojos, y se levantó totalmente recuperada con una dulce sonrisa en los labios. Su mirada de un azul turquesa, cautivadora, tenía la intensidad del lapislázuli y la profundidad del océano. Lee no pudo hacer más que quedarse mudo y ensimismado. [3]
“Ahora,” –dijo el anciano– “ya podéis casaros y así vivirás para siempre con nosotros.”
“Pero no puedo.” –replicó Lee despertando del letargo– “Mi padre está enfermo, y mis hermanas no pueden llevar solas la granja, me necesitan.”
El anciano y la joven entendieron con gran pesar las razones de Lee, y dejaron que se fuera. Sin embargo, antes de que partiera, el enigmático abuelo le regaló a Lee un libro arcano, y le dijo que lo leyera durante siete años para entender todo su poder.
Lee despertó encima la misma montaña de brezo donde se había dormido, pero con una señal de que todo aquello no había sido un sueño: entre sus manos tenía el grueso libro que le regalaran en la otra realidad. Convencido del precepto del anciano, Lee se sumergió en la lectura del libro un día tras otro, con dedicación, aprovechando todos aquellos momentos en que no tenía que ayudar en las tareas de la granja.
Pasaron los años y aconteció que un día un primo de Lee enfermó gravemente. No encontrando los médicos ninguna solución, Lee se dispuso a poner en práctica los conocimientos ancestrales que había estado estudiando en el libro arcano. Al poco tiempo el primo de Lee se recuperó. Consciente del poder de aquellas técnicas de curación, Lee, el muchacho que surcaba los mares antaño, decidió dedicarse por completo a estudiar el libro y a sanar, convirtiéndose desde entonces en el Dr. Lee, según dicen un médico que no tuvo igual en toda Irlanda.
Finalmente el Dr. Lee marchó de Letterdeskert para curar con sus artes a los necesitados, su vida cambió por completo y ayudó a mucha gente con aquella ciencia faérica, y es seguro que nunca olvidó, por muchos años que pasaron, los cristalinos ojos de la dama del mar de Arán. »
Notas:
- ^ Un testimonio de esta forma de vida perdida lo encontramos en el documental de 1934 «Man of Aran», dirigido por Robert J. Flaherty. Ver en youtube
- ^ La cruz quizás represente aquí el cristianismo, que ayuda a rehuir los dioses paganos. Sin embargo, justamente en el folklore irlandés se combinan cristianismo y paganismo en una simbiosis muy natural, sin haber una confrontación de sistemas mitológicos como pasó por ejemplo, en españa .
- ^El azul cautivador de los ojos de la chica es una licencia poética mía, que no encontramos en el original.
- Imagen: Steve Hanson
Bibliografía:
- «Folk Tales of Ireland», Sean O’Sullivan, The University of Chicago, 1966
- «Leyendas celtas», Ramón Sainero, Akal, 1990
- «Withered Old Men and Weasel-Riders: The portrayal of the Danes as fairies in Seán na Bánóige, The Man Who Lost His Shadow, and The Heather Beer», Jason Bond, St. Francis Xavier University, 2010