Enfrascado en terminar la novela «Espejos circunflejos», he tenido que vérmelas últimamente con la confección de su portada. A falta de pulir detalles ortotipográficos y encomendarme a los dioses, el resto está por fin listo. Ha sido una carrera de fondo en la cual ya llevo 4 años sudando, y la meta se ve cerca, aunque aún no termine de creérmelo. Pero ahora, en que solo me queda corregir y decidir la portada definitiva —de acuerdo, me quedan mil cosas más: web, plan de marketing, editorial… Pero cuando te falta finiquitar el libro el resto pasa a segundo plano—, ahora estoy tomando consciencia de la importancia capital de la primera impresión en la gente. Impresión puramente visual y estética, que el posible lector extrae de la portada.
Me he pasado horas escrutando portadas, vagabundeando por librerías y examinando las tapas de sus libros. Al final he llegado a la conclusión que la tendencia actual es extremadamente sintética, las portadas expresan sentimientos, transmiten emociones, pero no explican prácticamente nada del interior de la obra. Sin duda asistidos por hipsters que dicen haber estudiado marketing, los editores se postran sin rechistar a esta tendencia, y ahí vemos un ojo, en la otra portada una chica, o puede que hasta descubramos un zapato por allá perdido. Como en el patio del colegio los libros parecen buscar ser aceptados, y no quieren desentonar en el estante. Y es normal, valga la redundancia, porque como en tantos otros aspectos en la vida humana, el objetivo final es asemejarse a unos patrones, ser estándar, o a lo sumo destacar siguiendo las formulas de diferenciación aceptadas, que son otros estándares.
Pero dejando de lado este aspecto, lo que más me ha sorprendido —sorpresa que no ha sido más que una constatación de lo evidente—, es que en la mayoría de libros actuales es más grande el nombre del autor que el de la novela. Aquí el tamaño importa sobremanera. Aquí los dioses del marketing han decretado que el nombre del autor es el anzuelo, las credenciales que inducirán al lector, en estos casos “consumidor”, a acercarse al “producto”. El nombre viene a ser una especie de sello de calidad, sin embargo, no tiene por qué ser siempre así. Cogiéndome a mí mismo como ejemplo experiencial, textos anteriores que he escrito son de mucha peor calidad que mi última novela, y supongo que las próximas mejorarán debido al proceso de aprendizaje que ha supuesto todo el tinglado. Nadie nació enseñado, y si asumimos que las personas son dinámicas, aprenden, envejecen y demás, debemos aceptar que todas las novelas de un autor no serán iguales. Vale, no voy a negar la evidencia: un mismo autor, aunque cambie, es la misma persona, y por lo tanto tendrá una forma de escribir con unas características concretas que pueden mantenerse en el tiempo. Pero de ahí a poner el nombre del autor más grande que el título de la obra va un trecho.
De alguna forma, siento que poner el nombre tan grande es una ofensa a la literatura. Porque se pone el autor por delante de su trabajo, cuando lo que uno está adquiriendo es el resultado de su trabajo, no su ego. El autor pasa entonces a ser un personaje, y ya sé que hoy en día todo se mercantiliza, pero habría que mantener por lo menos el decoro que exigen las guías de estilo, y poner el nombre del autor un poco más chico.
Y es que es verdad, en diversas guías de “buenas prácticas” a la hora de escribir una novela te recomiendan rehuir la grandilocuencia y los personalismos, sobretodo en introducciones y epílogos. Según dicen, el lector no quiere que le descubras la piedra filosofal, ni le des lecciones de moral, ni que suenes demasiado pretencioso… ¡Falsas modestias! Cuando después tu nombre y apellidos ocupan más de media portada.
Otra vez, creo que me han engañado, dado que una cosa es lo que se predica y otra muy distinta lo que realmente es. Al final a todo el mundo le gusta que le digan lo que tiene que pensar, se busca la opinión, el criterio bien marcado y los egos engordados, y por el contrario se rehúye la inseguridad, la pequeñez, o la duda.
Pero el que esté libre de pecado, que muestre su historial de internet —oí el otro día decir y me hizo mucha gracia—. Sé que no soy la persona más adecuada para hablar de discursos comedidos, y creo que si ya ni se puede decir lo que uno piensa, sin tapujos, en el libro de uno mismo, mejor apaga y vámonos. No obstante, un libro trata sobre una historia, no sobre su autor, y en consecuencia, por favor, que vaya más grande lo primero.