Los mil rostros de la metamórfica verdad



Consciente del peligro que supone, asumiendo que eventualmente pueda ponerme demasiado trascendente, y con ello sublimar los significados, que en su pureza pierden el sentido, voy a hablar de la Verdad; La Verdad con mayúscula, ese hito que la humanidad asume como inamovible, certero, puntal de la justicia y fundamento de la realidad. Es intrínseco al concepto mismo de verdad adjudicarle una sola posibilidad, solidez de forma. No se acepta que pueda haber dos verdades contrapuestas sobre un mismo aspecto, porque se cree que la verdad es la causa subyacente del fenómeno. Al preguntar de qué color es el gato (si asumimos “color” tal que la radiación electromagnética que rebota, y no como nomenclatura subjetiva de dicha radiación), solo toleraremos una respuesta verdadera, o en su defecto, la admisión de ignorancia sobre la verdad subyacente. Pero en ningún caso, creeremos que la suma de dos pares de manzanas es cuatro y cinco a la vez. O es una, o es otra, y la intuición de lo aprendido en el colegio velozmente identificará una respuesta como verdadera, y la otra, como falsa.

Esa misma verdad se aplica a las estructuras humanas, a las creencias, la política, o las relaciones personales. Es evidente que, cuando hay varios seres pensantes (y con finalidades particulares) juzgando un hecho complejo y humano, al carecer de termómetros o reglas que puedan medir los conceptos, resulta considerablemente más complicado hallar un consenso sobre la verdad de las cosas. Aún así, cada individuo cree que existe tal verdad subyacente, y se tiende a creer que la opinión de uno es quien la ha desvelado. Puede que una persona cambie de opinión ante argumentos o hechos, pero entonces adopta la otra verdad como la Verdad, aceptando haberse equivocado. Porque la verdad solo puede ser una.

Tan arraigada tenemos esta idea que dudar de la unicidad de la verdad es dudar de los hilos en que se teje nuestra existencia. Pero siguiendo el símil, no tiene por qué solo haber un hilo, mientras haya una urdimbre que los sustente. Todavía más cuando intentamos dilucidar conceptos algo abstractos, que existen de igual manera que es el verbo al ser pronunciado: por autogénesis de la consciencia. El sistema de la verdad humana está presente en todo aquello que hemos excretado al universo, desde la civilización a las herramientas. Es por ejemplo la base binaria con que hemos diseñado los ordenadores, y mana de la categorización primigenia que entienden los seres vivos, de bueno y malo, que es vida y muerte. ¿Pero acaso las piedras mueren? ¿O la felicidad puede extrapolarse al agua? Entonces ¿por qué nos empeñamos en pensar que el mundo que alberga nuestras vidas funciona igual que un ser humano?

Hay una gradación, y después una interpretación, que son imposibles sin la intervención de un ser consciente. No hay una verdad que el ser humano pueda llegar a conocer, hay una verdad que nunca podremos conocer por su carácter no-concreto (no pudiéndose encapsular por los límites del nombre), y seguidamente, está la consciencia pretendiendo clasificar y archivar lo que ve u oye con tal de entender el entorno. En consecuencia, la verdad a la que podemos acceder siempre será subjetiva. Cada uno tiene su verdad, y cada siglo o sociedad tiene las suyas. Tan mentiras como se nos presentan hoy las verdades de los hombres del ayer, son los preceptos actuales que mañana serán rebatidos.

¿Y cuál es la verdad? ¿La de ayer, la de hoy, o la de mañana? Pues ninguna de ellas. La Verdad es una palabra que sirve para santificar concepciones o ideas, y ocultar a nuestra mente aquello que no nos interesa poner en tela de juicio. Pero, no nos interesa … ¿para qué?

Bueno, hay verdades que es mejor no conocerlas, o al menos eso pretenderá impediros vuestra mente.


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