Al cerrar los ojos



Al juntar los párpados y cerrar los ojos, cabría pensar que dejamos de ver, que el cobijo de la oscuridad nos ciega. Como rememoración de aquel niño asustado que todos fuimos algún día, al cerrar los ojos creemos poder escapar del mundo, de sus miedos primigenios y de la liturgia de una vida anquilosada; el monstruo desaparece, la angustia se aplaza. Es un lapso de oscuridad que supone un paréntesis en la existencia, y creemos ya no ver, bien que a veces, soñamos.

Pero la vista no es un sentido que pueda desconectarse a antojo, siempre vemos, y es una ilusión la percepción de que al cerrar los ojos, dejamos de ver. Tan solo cubrimos el pozo negro de la pupila con una fina capa de piel, pero los ojos siguen captando la realidad exterior, aunque esta se manifieste en una noche moteada de rojos y púrpuras, por ser contemplada a través de un tul. Seguimos viendo al cerrar los ojos, pero al asumir que ya no vemos nada, dejamos de prestarle atención.

Y es entonces, al observar el caos estigmático de estas falsas tinieblas, cuando vemos en él nacer los deseos y los sueños que emanan del yo verdadero, que como si contemplara las nubes, dibuja sus onirias en este lienzo azaroso y cambiante, que contiene todas las formas y ninguna. Y durante la larga noche, mientras dormimos, los ojos se mueven, y nunca dejan de escudriñar la cortina que los cubre, de tal forma que es inviable, visto lo visto, cerrar los ojos.

Se podría argumentar que puede que la muerte sea una manera de cerrar los ojos definitivamente, pero ni aún así, pues al no haber vista no hay ojos que cerrar. Atrapados en el tiempo, nuestra existencia infinita se define por una vista imperecedera. No se pueden cerrar los ojos, como no se puede morir.


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