Metaóptica (La existencia frente al espejo)



La vida es un algoritmo de perpetuación de sí mismo. Es una relación matemática que se autocontiene, siendo fractal y recurrente. Y puesto que el mundo material se degrada -o transforma, según cómo se vea- inexorablemente, la mejor vía que ha hallado la vida para perpetuarse ha sido la multiplicación. Porque la vida no busca la conservación de un cuerpo, de unas células o de una materia concreta, sino la conservación del algoritmo de perpetuación mismo, que es la vida.

Ante tales antecedentes, es ineludible  la fascinación que siente la especie humana por la multiplicidad. Primeramente somos seres vivos, pese a las ideas, el alma o las emociones. Y como seres vivos nos debemos a aquello que nos define:   vivir, que es mantener la multiplicidad. Copias somos y copias creamos de forma continua, entre hijos y relatos, porque también en la fantasía se multiplica el ser.

Luego, al pasear por la calle nos vemos en los demás,   y los demás se ven reflejados en uno. Hasta podemos llegar a empatizar con un humilde gusano o una delicada flor.  Pues no dejan de ser copias con las que compartimos un original común, y que el devenir de las erratas ha llevado en un caso a que se arrastre por el suelo  y en el otro a que despida aroma. En nuestro caso la evolución nos ha regalado un lugar de trabajo y una tele, qué le vamos a hacer.

Así las vidas humanas no paran de replicarse a lo largo de la historia. Los ciclos no paran de rodar, y se repiten amores y guerras, y somos los héroes y esclavos de antaño.  Repetimos los objetos, las   palabras, las ideas. Al final todo es recreación y multiplicación.

Al final todo es recreación y multiplicación…

Por ello, cuando nos acercamos a un espejo se produce un fenómeno que podríamos calificar de mágico: nos duplicamos de forma espontánea.  Enfrente de nosotros aparece otro Yo, invertido, en el rostro del cual puede leerse la misma estupefacción que se dibuja en nuestra cara.   Somos él sin serlo, como fuimos el Yo del ayer y seremos el Yo del mañana. Yos que fuimos y seremos, aunque  sin que seamos los mismos, porque por el influjo del tiempo  habremos cambiado sin remedio.

Tras la frontera infranqueable del espejo existe un mundo que nos es familiar pero a la vez nos resulta extraño, y a veces incluso algo inquietante.   ¿Siempre nos imitará? ¿O serán sus habitantes libres cuando no miramos? Al vernos reflejados en un espejo puede que sintamos confusión o  excitación, si en nuestro cerebro se produce la ilusión de juzgar nuestro Yo multiplicado, una paradoja que contradice la unicidad indisoluble del Yo.

Sin embargo, no nos damos cuenta que en primera instancia somos reflejos de la realidad que nos define, como las sombras de la caverna de Platón, y nuestro Yo es en verdad un espejismo cognitivo.

Y todavía más, si nos fijamos, veremos un espejo dentro de otro espejo en nuestro reflejo. Es nuestro cuerpo reflejándose a través de su eje central. Somos una mitad en un papel doblado, que igual que pasa dentro del espejo, se refleja invertida.   Pero ¿solo la vida se nutre de esta prolífica propiedad de multiplicación? No. Ya que las olas del mar se reflejan   unas a las otras, y los agujeros negros se imitan tomando como espejo las leyes de la realidad.

Al final todo es recreación y multiplicación. Que no nos sepa mal repetirnos.


Artículos relacionados:


Comentarios:

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *