El árbol genealógico



La genealogía   tiene algo de onanismo.   Igual que éste, su interés florece en la adolescencia, y pretende definir el Yo que a esas edades fluctúa todavía desdibujado. Conocer de dónde venimos nos sirve para afianzar la imagen de quiénes somos, o más bien, quiénes creemos ser. Como si formáramos parte de un equipo de fútbol determinado, si nuestros ancestros tenían cual o tal virtud, nos sentimos partícipes de ella. Asimismo sus defectos, justifican nuestras carencias. Claro —pensamos al oír una anécdota de la impaciencia proverbial del bisabuelo— de ahí me viene, seguro. Pero la genealogía   no es siempre equiparable con la genética, ni la genética es un manual de cómo será la persona.   Somos más complejos, libres y poliédricos que eso, aunque nos guste de vez en cuando sentir la sangre de Atila corriendo por nuestras venas.

En una materialización de este entretenimiento autocomplaciente, cuando iba a nacer mi primera hija, decidí confeccionar un árbol genealógico de mi familia y la de mi esposa. Para hacerlo, en una plancha de hierro puse un vinilo de tintes modernistas.  A partir de impresión 3D y bisutería monté nombres y fotos,   a los que pegué imanes de neodimio detrás, para que pudieran moverse y así ampliar el árbol si era necesario.

Debo confesar que el resultado tenía cierta gracia, y te hacía tomar consciencia de la infinitud de personas que colaboran en el substrato genético de un ser humano cualquiera. Veías como sin echar demasiadas generaciones para atrás, fácilmente te hallabas con más de 60 personas aportando su granito de gen. Y cada vez, la cosa se multiplicaba más y más, hasta cifras extraordinarias. Y entonces nos preguntamos:  ¿Qué parte latente de sus ancestros atesora una persona? ¡Qué misterio! Además, dicho código aletargado despertará (o no) en función del medio y la vida que se lleve. Y después también está la cultura,   la educación o el azar. Esos símbolos e ideas que revolotean por las mentes, se transfieren, copulan y engendran nuevas raíces cognitivas. ¡Bah! ¡Paparruchas! —exclamo agitado, para susurrar seguido—: En verdad, solo somos nosotros. La genealogía nos ayuda a entender dónde empezamos, igual que nos aporta el estudio de la historia o la cultura en que crecimos. Es solo el comienzo, no define quién seremos. Eso lo decidimos nosotros.

Pero la genealogía, sin embargo, también puede despertar un interés meramente novelesco. Son cientos de relatos interconectados de personas que, pese a ser reales en su día, en el recuerdo se transfiguran en fantasmas, en personajes de ficción que habitan ese mundo mítico y borroso del pasado. Allí sus gestas y desventuras restan ocultas en fotos viejas o papeles garabateados esperando a   que descifremos sus acertijos. Ejercer de investigador privado y descubrir las historias veladas de nuestros  ancestros es apasionante, aunque tengamos la sospecha que la imagen mítica que podamos elucubrar, es probable que tenga poco que ver con la persona que en realidad fue. ¿Pero acaso importa? Son fantasmas. Y los fantasmas son vaporosos. Son cuentos. Nuestro preámbulo.


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